lunes, 25 de julio de 2016

Hay hombres que

Hay hombres normales y luego están los que creen que su mierda no huele y por eso son mejores que los demás, que todos los demás.

Van por la vida con un mohín de desprecio continuo, saltándose a la torera las normas que exigen a los demás, imponiendo su santa voluntad porque creen que pueden. Bueno, no, porque pueden, porque se les deja.

Son hombres que, encumbrados por fama, dinero, poder o lo que sea que les encumbre, pierden el oremus y exudan un halo de superioridad malsana, maltratando a quien se cruce en su camino because they worth it. Se acostumbran a las alturas y necesitan tener a otras personas bajo sus pies, y que ellas sepan que lo están, a sus pies.

Estos hombres están tan acostumbrados a ser mimados hasta el esperpento en sus respectivos entornos, que necesitan respeto y admiración para sobrevivir, porque saben que sin ellos sólo son simples mortales, como todos los demás. Y ellos no son ni simples ni mortales, son mucho más.

Son hombres de un hambre de adulación insaciable, inconmensurable, con un ego universal que se lo merece todo, todito, todo, y que son capaces de cualquier cosa para seguir alimentando a la bestia. 

Son hombres que saben que tienen que llamar la atención de los demás a toda costa para mantener el estatus que necesitan, que nunca tienen bastante y siempre piden más y mejor, y que acaban siendo ridículos, auténticas mamarrachas que van por la vida exigiendo ser tratados como los dioses que creen que son.

Son hombres tan pagados de sí mismos que ni siquiera se dan cuenta de que acaban siendo una caricatura barata de lo que les gustaría ser.

jueves, 21 de julio de 2016

Hombres peces

Soy la foca entre los peces.




martes, 19 de julio de 2016

Sobre el romanticismo

romanticismo
De romántico e -ismo. Escr. con may. inicial en aceps. 1 y 3. 
1. m. Movimiento cultural que se desarrolla en Europa desde fines del siglo XVIII y durante la primera mitad del XIX y que, en oposición al Neoclasicismo, exalta la libertad creativa, la fantasía y los sentimientos. 
2. m. Modo de expresión artística y literaria que responde a los planteamientos del Romanticismo. 
3. m. Época en que prevaleció el Romanticismo. 
4. m. Sentimentalidad excesiva. 
5. m. Cualidad de romántico. Atraía a las mujeres por su valentía y por su romanticismo.

Quedémonos con la acepción 4 de la RAE. Sentimentalidad excesiva.

Dice la RAE, también, que la sentimentalidad es la cualidad de sentimental, que alberga, suscita o es propenso a sentimientos tiernos (afectuosos, cariñosos, amables).

Mira, si a esto vamos, o todo o nada. 

Llámame pragmática, si quieres. Descastá, fría, lo que tú quieras, pero a mí el romanticismo al uso... como que no.

Yo quiero romanticismo en todas mis relaciones, en todas, no sólo en las de pareja o con derecho a roce. Quiero sentimientos afectuosos, cariñosos, en todas mis relaciones porque, si no, no quiero esa relación.

Podría ser menos ortodoxa, claro, hablando del romanticismo como ese almibaramiento de las relaciones de pareja, que parece significar que uno hace cosas un poco cursis para demostrar el amor a la otra persona. Igual es que me he vuelto demasiado escéptica, demasiado dura, demasiado exigente o demasiado imbécil, pero no. Si me refiriera a ese romanticismo diría que está sobrevalorado porque, llámame loca, pero para mí no es imprescindible. A mí me demuestras que me quieres o no de normal, no con almibaramientos que van a hacer que me pregunte qué habrás hecho, o qué he hecho, para merecer eso.

Podría decir que el romanticismo es necesario en una relación, que hacer cosas bonitas sin razón aparente para recordar al otro que se le quiere es la chispa de la vida. Pero, mira, no, a mí me tratas bien de normal y hacemos cosas bonitas juntos porque sí, porque si te quiero y sé que me quieres no necesito recordar, porque no se me olvida.

A mí, lo que llamamos romanticismo me parece una forma cursi de excusar las excusas. 

martes, 12 de julio de 2016

Desaprobación

Hace pocos años me rendí a la evidencia: el bañador no evitaba que se notara que estoy gorda así que oye, que me pongo bikini.

Desaprobación, eso es lo que vi en la cara de mis padres cuando salí del baño con mi bikini. Igual podía haber visto más cosas si hubiera esperado un poco, pero tuve suficiente.

A partir de entonces, pareos, vestiditos playeros, falditas... mi madre no sabía qué hacer para que me tapara las carnes. Supongo que de manera inconsciente, para no provocar malestares, ahí andaba yo con pareos, vestiditos playeros y falditas sobre el bikini mojado. Como si no se notara que estoy gorda.

Al principio sólo me ponía bikini si iba a la playa sola, sin que nadie me conociera. Luego empecé a plantármelo también en la piscina de la urbanización. Y, poco a poco, sin darme cuenta, dejé de pensar en el bañador, dejé de llevarlo por si acaso, de comprar, siquiera. Abrir la puerta al bikini fue como abrir la puerta al #melasudismo contenido: era como si, a medida que me iba a costumbrando a la poca tela del bikini el encorsetamiento del bañador se me hiciera bola.

Y el #melasudismo apareció en todo su esplendor en forma de excusa práctica. 

Un día, mientras estábamos en la piscina, mi sobrino me pidió ir un ratito a la playa, a escasos cinco minutos. En contra  de mis principios, mi vergüenza, mi pudor, en contra de mi todo, salimos de la piscina y, tal cual íbamos, con bikini, gafas de bucear y chanclas, nos fuimos a la playa.

Y no pasó nada, claro, Sólo era una mujer de mediana edad más en bikini con un niño de la mano, por el paseo de la playa. Como tantas otras. Y así ha sido desde entonces.

Este fin de semana hicimos ese mismo camino y pasamos por casa de unos amigos, para que los niños jugaran un rato. En el complejo de enfrente.

Durante los diez escasos minutos de conversación con la madre de una de ellos tuve que escuchar:
- ¿Has venido así?
- Tápate con la toalla, no vayas a enfriarte.
- ¿Vas a irte así?
- Tápate, que vas a enfriarte.
- ¿No has traído nada más?
- ¿No te pones la toalla?
- Calla, que te saco un pareo y luego me lo traes.

A su lado, las caras de desaprobación de mis padres me parecieron una tontería indigna de mencionarse.

lunes, 11 de julio de 2016

Llorando a mares

Un día ya no podía más y fui a una #lóquer.

Entré en una habitación con una mesa, dos sillas, una estantería con muchos cuadernos y un cuadro espantoso y empecé a hablar.

Hola, me llamo Gordipé y tengo nosecuantos años. Necesito que una persona desaparezca de mi vida pero se conoce que yo sola no puedo desaparecerlo y por eso necesito ayuda, o me moriré de pena.

Y le conté la historia que había vivido con Aquiles, llorando a mares. Por encima, claro, es difícil resumir la vida entera de una en un rato, sobre todo cuando una no deja de llorar y de hipar y de querer morirse. Es difícil, eh.

Pero la resumí. Y ella, como buena #lóquer, fue muy comprensiva. Me dejó hablar, me preguntó lo justo y apuntó muchas palabras con una letra grande y desgarbada, ilegible al revés, en el cuaderno amarillo que iba a ser para mí. Y yo no paraba de llorar. A mares.

No recuerdo bien lo que le conté aquel día pero sí recuerdo lo triste que estaba, lo triste que estuve hasta muchos días después.

Unos pocos días después me senté con Aquiles y le expliqué que tenía que desaparecer, que teníamos que desaparecer el uno de la vida del otro porque, si no, yo me moriría de pena.

Tienes que desaparecer, no vamos a vernos más. No quiero volver a hablar contigo. No quiero volver a verte. No quiero que estés en mi vida, de ninguna manera, le dije, llorando a mares.

Y, ¿qué pasa conmigo? ¿No importa lo que yo quiera?, me dijo, enfadado porque, por primera vez, su deseo no era lo más importante entre nosotros.

No, no importa, le dije, llorando a mares pero con voz firme. A mí ya no me importa.

Pero, ¿estás diciendo que esto va a ser para siempre?, repetía, desconcertado.

Sí, va a ser para siempre, decía yo, cada vez más segura.

Se resistió. Se resistió mucho. Planteó alternativas. Enumeró todas las razones que explicaban por qué estaba equivocada. Me atacó en la línea de flotación, con cariños, abrazos, besos, con recuerdos bonitos. Yo me defendí esgrimiendo el único argumento que necesitaba: no quiero seguir contigo porque me haces muy infeliz, le dije, llorando a mares.

No quiero desaparecer de tu vida, me dijo.

No importa lo que tú quieras.

Y le dije adiós.

Han pasado casi seis meses y ya he dejado de llorar.