Recuerdo el día que me atreví a ponerme un bikini siendo ya una señora adulta. Junio 2009.
Uno de mis amigos decidió celebrar su cumpleaños en un parque acuático y allá que me fui con mi bikini blanco y negro de Benetton.
Recuerdo también que cogí un bañador, consciente de que era muy probable que cambiara de opinión. No sé por qué no lo hice.
Me aferré a la idea de exponerme en bikini por primera vez delante de mi panda y de miles de personas en el parque acuático.
Creo que entonces no fui consciente de por qué lo hice y ahora sí.
Fue una especie de "a todas estas personas no les importa una mierda qué llevo puesto, están disfrutando cada una de su movida, voy a dejar de preocuparme por ellas y a disfrutar yo también".
Llevé el bikini todo el día. Y todas las veces que voy a la playa o la piscina a partir de entonces.
A mi madre no le gustaba y me decía todas las veces que debería llevar bañador. A mi padre no le gusta y me lo recuerda cada vez que llevo uno puesto. A la madre de mi amiga Begoña le da vergüenza que lleve bikini cuando voy a su piscina y el hermano de mi bestie me llamó foca hace sólo dos veranos. Cincuenta años tenía el señor.
Pero llevo bikini todas las veces.
Porque el bañador no disimula, ni oculta ni engaña, ni para mí ni para los demás. En bañador sigo estando igual de gorda, para mí y para los demás. No tiene sentido.
El bikini es verano, playa, piscina, libertad. Y eso es lo que quiero para mis vacaciones.
Eso y sentirme bien por habitar este cuerpo.
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