Hoy es el día de los muertos y yo ya sé que será un día más cuando mi madre se muera, estoy segura de que me acordaré de ella todos los días mientras sea capaz de recordar.
Mientras, la vida sigue. En un limbo, pero sigue.
Con el teléfono activo todo el día porsiaca, sigue siendo necesario poner lavadoras, comprar pasta de dientes o papel higiénico, llamar al fontanero porque no funciona la cisterna y estar al tanto de que todos podamos descansar, comer y llorar a gusto.
Porque la vida sigue.
Aunque sea realmente difícil llevar con elegancia y savoir faire la muerte de alguien a quien quieres así, sin reservas, sin peros, sobre todo cuando se acerca y se aleja por días. Ansia, pa que nos vamos a engañar.
Y provoca un montón de sentimientos que parecerían imposibles de tener a la vez: por un lado, me quedaría sentada junto a su cama, cogiéndole la mano y hablándole de tonterías y haciéndola reír el resto de mi vida, porque aún no se ha muerto y ya la echo de menos y no soy capaz de pensar en qué voy a ser sin ella. Por otro, la miro y veo a una mujer que fue fuerte y se ha apagado, que sufre, que ya no tiene ni fuerzas ni ganas de vivir más que a ratitos, y siento que lo justo para ella sería morir en paz, tranquila, sin sufrir, porque se lo merece.
Yo no sé qué hacer con todos esos sentimientos, ella lo sabe, me acaricia la mano y me dice que no pasa nada, que no llore tanto, que me tranquilice, que es ley de vida. Que soy la más fuerte y tendré que estar pendiente de mis hermanos y mi padre, porque van a necesitarme, aunque no sepas hacer arroz al horno, me dice. Y sonríe.
Luego me dice que ella está bien, que la extrema unción es para los vivos, no para los muertos, que le gustaría ver terminar Downtow Abbey y que lo que sí le jodería bastante es morirse haciendo caca.
Y nos reímos juntas, porque es lo que nos queda.