Simón ha muerto.
Podríamos decir que ha muerto en mis brazos pero, no, ha muerto en su sofá, atendido por los sanitarios, aunque la mía ha sido la última cara amiga que ha visto antes de irse porque le dio tiempo de llamarme cuando le dio el yuyu.
Tenía una pinta horrible desde hace meses. Le veía pasear sus menos de 40 kilos por el barrio y pensaba "este señor se ha muerto pero no lo sabe".
Llamaba a su puerta todos los días y, si no estaba, le dejaba notitas en el buzón, para asegurarme de que estaba bien. Y él llamaba a mi puerta cuando volvía y me sonreía, con esa cara horrorosa y la boca sin dientes, y me decía que aún estaba dando guerra.
Siempre me decía que estaba mejor, que los médicos le decían que todo iba bien, que el cáncer estaba controlado y que sólo tenía que coger peso.
Yo le animaba y le llevaba tapers de comida de mi madre, mientras pensaba, todo el rato "o este señor no entiende al médico o la recuperación es más rara de lo que debería". Y el me lo agradecía mucho y me decía "Mari Gordi, qué bien me tratas porque sí".
Nunca me devolvió un táper ni yo se lo pedí, lo que casi provoca un conflicto internacional con mi madre, que acabó poniendo la comida en tarros de cristal que no esperaba ver de vuelta.
Hoy han venido unos parientes a vaciar su casa y han encontrado el congelador lleno de tarros congelados con la fecha escrita en la tapa. Me han preguntado si sabía de dónde los sacaba, porque él no cocinaba y les he dicho que se los traíamos nosotros.
Ah, entonces tu cumpleaños debe ser el que está apuntado en el calendario.
El mío y el de mi sobrino, los dos únicos cumpleaños apuntados en su calendario... Por eso se acordaba todos los años de felicitarme y de robar flores del jardín del instituto.
A veces no somos conscientes de que lo que para nosotros son cosas pequeñas pueden ser muy importantes para los demás.