martes, 9 de julio de 2019

Las adicciones

Tiendo a pensar que soy empática y que, quizás por el TOC este que tengo de analizar las cosas desde muchos puntos de vista, intento ponerme siempre en los zapatos de los demás, aunque sea para llevarme las menos sorpresas posibles.

Sin embargo, por mucho que lo intente, me resulta muy difícil ponerme en la piel de alguien que tiene una adicción y es incapaz de reconocerlo y que, por tanto, no se siente responsable del dolor y los problemas que causa en los demás.

Lo que me fascina del asunto no es tanto la incapacidad de aceptar la realidad, qué va, es el esfuerzo sobrehumano que hacen estas personas para demostrar a los demás, A TODOS LOS DEMÁS, que están equivocados.

A veces ese esfuerzo es recompensado y a mí, al menos, me hace dudar. ¿Seré yo la que estoy loca y veo una cara desencajada por el alcohol y las drogas donde sólo hay cansancio? ¿Soy yo la que confunde ese hablar arrastrado con la mala cobertura? ¿Me preocupo más de lo que corresponde?

Otras, por el contrario, el esfuerzo no me convence en absoluto, la ira, rabia y la desesperación se me apoderan y me llevan a decir cosas que no sé debería decir, porque soy incapaz de adivinar el impacto que pueden tener. Y entonces me siento culpable. ¿He sido demasiado dura y va a desaparecer por mi culpa? ¿Me he pasado? ¿Y si cumple su amenaza y se estrella contra un muro o se mete algo de más y se muere?

Al final, todo se reduce a que, aunque me siento impotente porque sé que no puedo hacer nada, también me siento responsable de las consecuencias de lo que digo y hago, de si lo digo y hago en el momento adecuado, y también de lo que no digo o no hago.

Tener una adicción debe ser muy jodido pero, ah, amigo, no te quiero ni contar la vida de las familias de la persona adicta, que no se lo pasan bien ni ese ratito.



domingo, 7 de julio de 2019

El armario

Cuando éramos pequeños dormíamos todos juntos.

Nos llevábamos pocos años y supongo que mis padres pensaron que era más cómodo tenernos a todos en el mismo sitio por las noches.

Gracias a esta decisión tuvimos una habitación muy espaciosa para jugar, con una mesa y sillas pequeñitas, y estanterías para dejar los juguetes y los cuentos. Mi madre sólo nos puso una norma: que cuando saliéramos no hubiera juguetes en el suelo. Todo lo demás estaba permitido: teníamos una portería y una canasta, colgamos dibujos en las paredes, jugamos con muñecos de plastilina en los muebles, pegamos pegatinas en las puertas y paredes...

Era un sitio estupendo, sólo para nosotros.

Hasta que descubrí que podía ser algo más.

En esa habitación hay un armario muy grande, igual de hondo que el ascensor que pasa justo al lado.

Un día se me ocurrió sentarme allí dentro para leer, escapando del partidito que mis hermanos jugaban en la habitación, y se convirtió en mi sitio favorito del mundo. En mi refugio.

Cuando terminaba los deberes cogía mi sillita, el libro que estuviera leyendo, entraba en el armario, encendía la bombilla estirando de la cadenita y me sentaba hasta que mi madre venía a buscarme.

Mis hermanos me encerraron varias veces para asustarme, sin entender que era todo lo contrario, allí me sentía segura. ¿Cómo iba a tener miedo si tenía un libro, luz, y el sutil olor de los perfumes de los abrigos y chaquetas de mis padres?

Me gustaba aquel armario.

Un día mis padres decidieron que ya éramos mayores para compartir habitación y todo acabó.

A veces echo de menos tener un sitio en el que sentirme segura sólo con una luz, un libro y un olor.