¿Oyes eso, ese sonido sordo, de baja frecuencia, que parece que no va a acabarse nunca? Es el ruido de millones de lavadoras centrifugando chándales para no hacer nada en todo el fin de semana. Chándales para no hacer nada.
El hombre en chándal es ese que no ha subido a una bici desde los catorce años y lo más que ha corrido es de la puerta del patio a la puerta del ascensor para subir con el vecino, pero el sábado por la tarde se levanta de la siesta, se rasca vigorosamente los huevos, se pone su chándal bueno y las deportivas de vestir y se va al centro comercial a rondar con su mujer, también en chándal, y sus niños, uno en carrito, TAMBIÉN EN CHÁNDAL. Pero antes se toma algo para celebrarlo.
El hombre en chándal arrastra los pies y se recuesta sobre el manillar del carrito del niño o, en su defecto, el del carro de la compra, para recordar a todo el mundo que está cansado por que es un atleta entregado. Fíjate, lleva chándal. Es tan atleta y tiene tan entrenados los huevos que ni siquiera ha podido pararse a ponerse calzoncillos. Eso y que mola notarla suelta y pendulona.
No se puede razonar con un hombre de centro comercial en chándal sobre eso mismo, sobre por qué se pone un chándal para aburrirse dando vueltas en un centro comercial. Tiene miles de razones: en verano, hace fresquito; en invierno, se está resguardado; si tiene niños, salen de casa; si no los tiene, aprovecha la tarde para hacer las compras; si van mal de pasta, es gratis; si no tienen problemas de liquidez, tienen todo lo que necesitan: suministros, comida y entretenimiento...
Y puede explicarte minuciosa y profusamente por qué se pone el chándal para salir al cine. O para ir a tomar unas birras. O para no hacer nada. Le da igual la paradoja. El hombre en chándal es un cuñao de libro y tiene todas las respuestas. Y nunca admitirá que también tiene preguntas.
El hombre en chándal es una especie que hay que erradicar, que así no hay manera de seguir evolucionando.
O... bueno, luego está David.