Mi abuela siempre contaba que, un día que fue a llevar a mi abuelo la comida, dos compañeros del puerto se la llevaron a un aparte e intentaron convencerla de que hablara con su marido, porque era el único que se negaba a aceptar los sobornos que pagaban los barcos por pasar cosillas de contrabando y dejaba fatal a los demás.
Cuando llegó a casa por la tarde, mi abuela, mujer práctica donde las haya, le recordó que tenían tres hijos pequeños, que les vendría muy bien una lata de café, de azúcar, de leche o unas tabletas de chocolate para los niños, que no pasaba nada porque todo el mundo lo hacía, que nadie iba a enterarse y que no fuera tonto, que de bueno que era, era tonto.
Mi abuelo le respondió que le daba igual, que a él ya le pagaban por su trabajo, que no pasaban ni hambre, ni frío ni necesidad, que él era un hombre honrado, que no quería morirse con el reconcome de que alguna vez se quedó con algo que no era suyo, y que no.
Al parecer, mi abuela pilló un cabreo de tres pares de cojones y supongo que mi abuelo volvió a follar quererse con su mujer porque consiguió un trabajo mejor en el que ganaba más y no había tentaciones.
Pienso mucho últimamente en mi abuelo, que sonreía mientras mi abuela nos contaba esta historia, orgulloso porque sus nietos sabían que, además de bueno, había sido honrado. Y pienso en cómo se hubiera sentido ese hombre, más de derechas que el mismo dios pero demócrata hasta la médula, si hubiera llegado a ver lo que estamos viviendo ahora.
Pienso en cuán perversa debe ser una persona para convertirse en un ladrón de la cosa pública, que es la de todos. También pienso en qué tipo de tara mental debe tener alguien para que le importe tres pares de narices hacer cosas que van a hacer que pase a la historia como un ladrón, un corrupto, puritita escoria.
Porque, aunque muchos lo hagan, aunque exista la posibilidad de que nadie se entere, aunque parezca que la honradez está sobrevalorada, una persona que se enriquece a costa del bienestar de los demás, que intriga para llevarse más pasta de la que ya le pagan por el trabajo que hace voluntariamente, que pervierte el servicio público al que se ha comprometido por enriquecimiento personal, es escoria.
Y merece que le caiga un rayo fulminante que haga que desaparezca del mapa y de la memoria.
La muerte entre terribles dolores es poco.
Yo a veces me pregunto, viendo que todos, absolutamente todos los políticos acaban mangando, si es que cuando te conviertes en político y escalas en el poder acabas sucumbiendo a las tentaciones, o es que ya traían lo de ser unos caraduras de manera intrínseca y anterior.
ResponderEliminarPues toda la razón! Más hombres como tu abuelo harían falta y mucho mejor nos iría.
ResponderEliminarUn beso.
Totalmente de acuerdo con todo lo que dices...sobre todo tus dos últimas frases...punto!!!
ResponderEliminarNo creo que haya que llegar a político para sucumbir a las tentaciones. Si eres funcionario raso también puedes fotocopiarte en la oficina libros enteros para uso propio, o tangarte horas mil cuando bajas al desayuno. Viene de serie en el genoma, me temo, y hay que tener mucha firmeza para controlar la codicia intrínseca, igual que con los pelos de las piernas.
ResponderEliminar¿La honradez sobrevalorada? Me río o lloro, o las dos cosas al unísono. Todo lo contrario: todo el mundo te llama pardillo si no barras lo que puedas para tu casa.
El retrato de tus abuelos es taan bonito, Gordipél.
Qué bonita la historia y qué cierta la reflexión.
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