Me enfrento a cada día como si fuera el enemigo. Algunos podrían decir que siempre venzo, porque es él quien claudica y deja paso a la noche pero, vaya tontería, eso son cosas rotatorias. Aunque no quisiera, aunque me dejara vencer (que vete a saber qué coño querrá decir esto), se haría de noche y luego de día otra vez. Y así hasta que la palme.
Podría inventarme una metáfora de esas que parecen tan poéticas en las que una habla de sí misma en tercera persona y se pone de Xena, la princesa guerrera, luchando a brazo partío con valentía para vencer a las huestes del terror y que siempre gana pero, no. ¿Pa qué? No soy una guerrera. Ni siquiera soy valiente. Y, desde luego, no me voy a plantar un taparrabitos de esos de piel. NI DE COÑA.
Es, simplemente, que cada día se me hace más difícil ir p'alante. Hasta hay días que voy p'atrás. Lo que viene siendo una mierda, vamos. Y es todo lo peor. Y blablabla...
Pero luego va y, volviendo a casa en el autobús, tras un día de mierda, en una temporada de mierda que parece que no va a acabar nunca, una treintañera estupenda, monísima, con unas gafas ideales y manicura francesa, que está poniendo a parir a sus compañeras de trabajo delante de otras compañeras de trabajo, se agacha porque se le ha caído el foular y se escucha un pedo, un pero maravilloso, sonoro, rotundo, casi milenario.
Y una tiene que aguantarse la carcajada, porque mira la cara de estupor de la treintañera estupenda y de sus compañeras de trabajo y siente pena porque sabe que entre ellas nunca nada va a ser lo mismo. Y una siente pena también porque la pobre treintañera se baja en la siguiente parada, casi sin despedirse, avergonzada como nunca.
Y una tiene que bajarse en la parada siguiente porque ya no aguanta más la carcajada, que explota antes de que el autobús camine Gran Vía abajo.
Es curioso como un pedo, un pedo ajeno, es capaz de hacer que una se olvide de todo lo demás, y que camine el resto del camino acompañada por sus propias carcajadas.
Qué gran artículo, Gordi, de veras. Como es sabido, todos nos tiramos pedos, a poder ser, en la intimidad. Es algo normal pero todavía no está socialmente aceptado, ya no tirarse pedos en lugares públicos y concurridos, sino que se te escapen accidentalmente en cualquier lugar, porque nuestro organismo está obrando ajeno a las estúpidas normas de educación impuestas. Por eso sigue siendo una situación cómica para quien la vive desde fuera, y por eso esa treintañera, mientras no cambios el chip, tendrá que vivir con el estigma de "la chica hermosa a la que se le escapó un cuesco como Dios manda, en el autobús".
ResponderEliminarGordi, reverencia.
Maravilloso, maravilloso.
ResponderEliminarQué gran historia. Entiendo perfectamente esa sensación de tener un día terrorífico y que, de repente por una tontería sublime, todo parezca más llevadero. Aunque sea por una ventosidad ajena!
ResponderEliminarLo mejor de la vida (incluso cuando uno se cree que es una vida de mierda) es seguir manteniendo la capacidad de reírse y si es de un 'pedillo' ajeno pues mejor.
ResponderEliminarEl pedo como elemento catártico y liberador, jamás se me habría ocurrido, jajajaja!
ResponderEliminarLo superará ;)
Si no fuera por estos momentos...
ResponderEliminarUn pedo inocentón, o uno de fabada, de los fétidos, de los que dejan frenazo en el ego - y en el calzón, a veces-.
ResponderEliminarNo no, a mí me congratula que no haya concretado cuál fue el olor del cuesco. La historia habría sido menos deliciosa. Por si acaso...
EliminarLo mejor es reírse de los pedos que se te caen sin querer ... mi abuela, que murió siendo centenaria y muy sabia, siempre decía: "en la mesa del Señor, San Juan se tiró un pedo, y el Señor rió. San Judas eructó, y el Señor giró la cabeza".
ResponderEliminar