Pasé el sábado por la tarde llorando. Por muchas cosas, supongo, por tristeza, impotencia, dolor, cansancio,... por muchas cosas.
Hay pocas personas con las que me apetece hablar cuando me siento así, muy pocas. Dos, concretamente. Y una de ellas es mi muy mejor amigo, mi Javier. Él también está pasando por un momento personal muy difícil y dice que siempre se siente mejor conmigo. Y fue él quien me llamó, no podíamos vernos el día de mi cumpleaños y me proponía tomar una cerveza juntos. Le conté todo, lloré, hipé, le escuché, lloré más, lloramos... y después de veinte minutos al teléfono me dijo: Ya está bien, esta noche nos vamos de fiesta. Yo me encargo de todo, paso a recogerte en una hora. Y colgó.
En ese momento estaba sentada en la cama, descalza, completamente derrotada, con los ojos hinchados y el pelo recogido en una coleta. Mi primer impulso fue volver a llamarle y decirle que no, que no me apetecía hacer nada. Pero luego pensé que igual no me venía mal salir un rato conél, que me quiere, me escucha y no me dice que todo va a ir bien, sino que voy a ser capaz de llevarlo mejor.
Me di una ducha, me maquillé como una puerta, me puse un taconazo y esperé a que mi carroza pasara a recogerme.
Me di una ducha, me maquillé como una puerta, me puse un taconazo y esperé a que mi carroza pasara a recogerme.
Al llegar al restaurante me quedé muerta: en una hora había localizado a nuestros amigos, a esos que cada vez vemos menos porque tienen hijos y trabajos y que ponen siempre mil pegas para quedar. Sí, a esos. Cenamos tapas de fritanga y soplé las velas sobre un brownie de chocolate. Brindamos con tequila. Lloramos todos un poco, pero sin hipar. Y nos reímos hasta decir basta.
Bailamos toda la noche, bebimos en un garito imposible en un polígono industrial, compramos papas en una gasolinera, bebimos cerveza en un parque hasta que se hizo de día, hicimos pis entre contenedores (sí, otra vez) y desayunamos magdalenas con colacao en un bar de carretera. Nos comportamos como adolescentes y creo que todos, por una noche, olvidamos lo mal que nos va en la vida y lo mucho que disfrutamos cuando estamos juntos. Pasará mucho tiempo hasta que volvamos a reunirnos pero sé que, cuando lo hagamos, volveremos a sentirnos así, como cuando teníamos dieciocho años y no teníamos problemas.
Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien, hacía tiempo que no nos lo pasábamos tan bien.
Y he llevado toda la semana algo que me lo ha recordado y me ha hecho feliz.
Ha ido desapareciendo poco a poco (es que me ducho, a veces), pero ha servido para recordarme que por muy malas que sean las cosas que pasan en la vida siempre hay un momento para olvidar y disfrutar de lo bueno, sobre todo si es con personas que me quieren y a las que quiero y son capaces de hacer cosas sólo para que me sienta mejor.