Hay personas que tienen la suerte de tener inteligencia emocional.
La inteligencia emocional nos permite tomar conciencia de nuestras emociones, comprender los sentimientos de los demás, tolerar las presiones y frustraciones que soportamos en el trabajo, acentuar nuestra capacidad de trabajar en equipo y adoptar una actitud empática y social, que nos brindará mayores posibilidades de desarrollo personal (esto es de aquí).
Yo no tengo de eso. Nada. Rien. Niente. Anything. Nichts.
Pienso muchas veces en cuánto deben facilitar el día a día todas estas cosas pero no me salen. Especialmente cuando tiene que ver con sentimientos. Y, sobre todo, cuando los sentimientos de los demás van instalándose en mi espacio y chocan con los míos. Al principio me dejo, soy fácil. Tiendo a pensar que es una cuestión coyuntural, que no va a ser así para siempre, que ya reculará. Hasta que me doy cuenta de que no, de que no reculará porque estar en mi espacio es muy cómodo: la otra persona va obteniendo lo que quiere y yo me dejo. Claro, es que soy buena. Comprensiva. Generosa. Qué guay soy ¿no?
No.
Un día me doy cuenta de que el espacio que me queda para mí es demasiado pequeño y me estoy ahogando. Entonces, en lugar de decirlo, de pedir tranquilamente lo que me corresponde, me convierto en una bestia desquiciada y no me importa arrollar lo que tengo delante para defenderme. Sin avisar. Sin piedad. Sin remisión. Sin concesiones. Sin negociación. Sin importarme las consecuencias. Una vez pongo en marcha la apisonadora, sigo hasta el final.
Y eso es lo que estoy haciendo ahora. Soy de hielo. He arrollado, inmisericorde, a una persona que tengo (tenía) muy cerca, en el trabajo y en la vida. De repente, un día me di cuenta de que había ido ganándome terreno, cada día un poquito. Yo iba cediendo espacio así, como quien no quiere la cosa, porque pensaba que ella lo necesitaba, y ella se lo iba cogiendo. Intenté recuperar un poco pero... nanay, ya era suyo. Y me sentí engañada, utilizada, vencida en mi propio espacio. Y me revolví.
Si hubiera tenido una poquita de inteligencia emocional habría hablado con ella, y habría tenido en cuenta (más) sus sentimientos y motivaciones. Debería haber tenido un poco más (más) de empatía. Quizás hubiéramos podido solucionar algo sin necesidad de helarnos hasta el tuétano.
Pero temí que me ganara de nuevo, porque normalmente puede conmigo, me desarma con su sonrisa y su voz. Le quería y no soportaba verla llorar. Y llora mucho. Así que me parapeté tras una armadura de esas de hielo que venden en el cortinglés a prueba de lágrimas, grité para mí Milites, ad aequum y arrasé con todo, para recuperar lo mío. No me han importado sus lágrimas, sus miradas de desconcierto, su decepción ni su dolor. Me he convertido en la mujer de hielo. "Nunca hubiera imaginado que pudieras ser así", me dijo sorprendida. Yo me callé, claro, yo sí lo sabía.
Puse la apisonadora en marcha sin ser realmente consciente de lo que iba a venir después y cuando ya había empezado no supe cómo parar así que seguí adelante, segura de que las consecuencias iban a ser terribles. Porque todos nuestros actos tienen consecuencias. Y con un comportamiento así, sobre todo si se produce en un entorno laboral, suelen ser muy chungas. Normalmente las mujeres de hielo son castigadas a morir en la hoguera. Se lo merecen: desequilibran al personal, crean mal rollo, dificultan la comunicación, aumenta la desconfianza...
Y, sin embargo... ´por el momento he recuperado mi espacio, me siento más fuerte y menos dispuesta a ceder de nuevo y, sobre todo, estoy tranquila. De vez en cuando me asalta una duda fugaz y pienso que, antes o después, todo se volverá contra mí, así es el karma. Pero, curiosamente, tener una espada de Damocles pendiendo sobre mi garganta no está amargando mi existencia, ni mucho menos. Casi que Damocles y su espada me dan igual.
¿Qué estoy aprendiendo de esta experiencia? Que ser una mujer de hielo duele menos.
Chungo ¿no?